Una serpiente en la cama

El valle del Danum en la isla de Borneo permite conocer la selva en estado virgen. En el Borneo Rainforest Lodge, el único centro de acogida levantado en el interior del parque, pasé en el transcurso de mi viaje a Sabah un par de noches.
    La selva tropical muestra en Danum una extensa variedad de flores exóticas, bosques de lianas, ríos, cataratas y fauna autóctona, desde orangutanes hasta reptiles y serpientes, en un ambiente lleno de mosquitos que molestan incesantemente y  reclaman su dominio.
    En Danum se pueden realizar muchas actividades. Una de las más interesantes es realizar un recorrido por los senderos marcados en la selva, eso sí, siempre con la compañía de un guía local. Las excursiones pueden ser de cinco o diez horas —también de varios días—y hace falta ir bien equipado para soportar el intenso bochorno. Durante la caminata que transcurre por zonas de arroyos y de exuberante selva en la que apenas penetra la luz del sol, se pueden observar animales salvajes, monos, todo tipo de lagartos, serpientes y diferentes especies de pájaros tropicales.


La segunda noche de mi estancia en Danum una serpiente escurridiza vino a quebrar mi sueño y a despertarme en un ingrato amanecer.
    El día anterior había salido con Rashid, uno de los guías del parque, de excursión por la selva. Estaba cansado y decidí acostarme temprano.
     Siempre llevo un kit de primeros auxilios contra las picaduras de serpientes y otros insectos. La caja contiene una goma elástica, una jeringa, y varias cápsulas de plástico. La goma sirve para realizar un torniquete si la picadura se produce en alguna de las extremidades. La jeringa está preparada para aspirar el aire. En el extremo de la jeringuilla se coloca una cápsula redonda —hay cinco tipos diferentes de cápsulas— que permite, antes de succionar el veneno, delimitar y comprimir el área del cuerpo en la que se ha producido la picadura. 
    La caja me acompañaba desde hacía varios años en mis viajes, pero nunca se me había ocurrido hacer una prueba. Esa noche en Borneo quise comprobar si sería capaz de hacerme yo mismo el torniquete para después aplicar la jeringa. Antes de acostarme realicé la operación cinco o seis veces, hasta conseguir el efecto deseado.

A las seis de la mañana, mientras dormía con la mano izquierda atrapada entre el colchón y el cabezal de la cama, noté la mordedura en la extremidad del dedo meñique.
    Desperté con el dolor e inmediatamente vi las marcas en el dedo; dos puntos de sangre, uno cerca de la uña y el otro en la yema del dedo, separados por unos tres centímetros.
    Me levanté de golpe, abrí la caja que había guardado en la mesita de noche y enseguida me hice el torniquete en el brazo, justo por debajo del hombro. El problema apareció en el momento de intentar aspirar el veneno. Ninguna de las cápsulas se adaptaba a la forma del dedo; lo estuve probando un par de minutos, pero no funcionó. Al final opté por ir al lavabo, poner la mano bajo el grifo, y dado que la herida sangraba, intenté expulsar el veneno con presión, como si quisiese escurrir el dedo.
    Estaba muy asustado. Sabía que en Borneo hay reptiles que en pocos minutos te mandan al otro barrio. Entonces pensé que era necesario saber qué tipo de serpiente me había mordido. Regresé corriendo a la cama. Retiré el armazón para que el cabezal quedara libre, pero no quedaba el  más mínimo rastro del animal que me había mordido. 
    Acudí a la recepción del hotel y pedí que fuesen a buscar a Rashid. Éste llegó al cabo de pocos minutos, y , si yo estaba asustado, la cara que puso Rashid al ver mi herida todavía me alarmó más.
    Pidió agua caliente, succionó la herida —en plan película, pero la película no tenía ninguna gracia—, escupió repetidas veces, dijo percibir parte del veneno en la boca, y después comprimió mi dedo, desde la base hasta la punta, del mismo modo que yo había hecho instintivamente en la habitación.
    No se podía hacer mucho más; sólo quedaba la posibilidad de ponerse en camino, y conducir alrededor de  tres horas hasta llegar a la clínica de Lahad Datu, la ciudad más cercana.
    Antes de partir del hotel, llamé a mi casa en Barcelona. 
    Hablé con mi mujer y mi hija; les dije que todo iba bien y que volvería a llamarles en un par de días. No notaron nada extraño en mi voz, pero, en realidad, yo me estaba despidiendo de la mejor manera posible. 

Hacia el mediodía, en la clínica de  Lahad Datu, el médico dijo que pasadas las primeras horas el peligro inicial había pasado. De todas formas, para mayor seguridad me recomendaba que permaneciese entre veinticuatro y cuarenta y ocho  horas en el hospital. 
    Mi mano estaba hinchada y ofrecía un aspecto lamentable, pero no tenía fiebre, ni ningún otro síntoma.
    Tras dudar durante algunos minutos, preferí proseguir mi viaje y a media tarde llegaba a Sukau, cerca de la ciudad de Sandakan, después de otro largo trayecto en jeep.

Estaba previsto pasar la siguiente noche en un pequeño hotel a la orilla del Kinabatang, así que, ya tarde ascendimos en canoa por el río. Yo trataba de alejar la mordedura de mi cabeza y me concentraba en tirar algunas fotos. Era un modo de olvidar, de no dejarle espacio al miedo que me atenazaba.
    De noche, sin embargo, el miedo fue in crescendo. Tenía miedo a dormirme, miedo a morirme. Un miedo si se quiere irracional, pero miedo al fin y al cabo. Tenía miedo a la noche y a la oscuridad. Miedo  a la muerte. Como un niño temeroso de los monstruos que pueblan sus noches tuve que dejar encendida la luz del cuarto de baño para poder, al cabo de algunas horas, sucumbir a un sueño reparador.

Por la mañana me sentí mucho mejor. 
    A esta hora el Kinabatang está cubierto por una espesa niebla que gradualmente la luz del sol se encargará de rasgar hasta hacerla desaparecer por completo. Los colores cambian en apenas pocos minutos, viran del gris al azul, hasta que el cielo abierto vuelve a dominar el paisaje.
    Navegamos por estrechos canales y fuimos a visitar las colonias de “proboscius monkeys”, una especie de monos que los nativos, por la cara rosada y prominente nariz,  consideran parecidos a algunos europeos. Yo viajaba todavía con el corazón encogido, pero sabía que pasadas veinticuatro horas desde la mordedura podía empezar a considerarme a salvo.
    Estaba animado, más teniendo en cuenta que ese mismo día debía regresar a Kota Kinabalu, la capital del estado de Sabah, para visitar el parque marino de Tunkul Abdul Rahman.
    —Después de mi experiencia en Danum —le comenté al propietario del hotel en Sukau— tengo ganas de llegar al archipiélago; al menos, allí no hay serpientes.
    —No creas —dijo el hombre con una irónica sonrisa—; en las islas abundan las serpientes de mar del Índico; son muy peligrosas, si no tienes el antídoto a mano  puedes morirte en apenas quince minutos.

Sglups. Cuando llegué a Abdul Rahman me informé bien sobre las serpientes de mar. En el hotel, que era a la vez el centro de acogida del parque, no había antídoto ni nada que se le pareciese, aunque según dijeron nunca había ocurrido ningún accidente. 
    Dado mi desmesurado interés por las serpientes, el director del parque me dejó ver un vídeo sobre las serpientes de mar que me puso la piel de gallina. 
    Opté  por no andar de noche por la playa, no fuese a ocurrir que en lugar de despertarme una serpiente a mí la pisase yo a ella con consecuencias nada gratas.

La hinchazón de la mano remitió al cabo de unos días, aunque la insensibilidad en el dedo meñique permaneció varios meses. 
    En realidad no sé si la mordedura fue peligrosa, e incluso pienso que la herida pudo también haber sido producida por las pinzas de un quiliópodo, una de esas especies de ciempiés que en Borneo pueden resultar tan dañinas como las serpientes. 
    Respecto a mi experiencia me conformo pensando que el veneno que se alojó en mi cuerpo,  su especificidad, algún efecto positivo habrá dejado en mi organismo. 
    Verdad o mentira, siempre es mejor buscarle al veneno en cuestión y a su recuerdo asociado una interpretación positiva.